martes, 19 de marzo de 2024

SAN JOSE, esposo de María

Nada conocemos de sus primeros días, de su infancia, de su adolescencia, de sus ensueños. Ignoramos hasta el lugar de su nacimiento. El mutismo de los sagrados textos es aquí total. Podemos, sin embargo, pensar que, aun oriundo de Belén la real, su cuna se meció en Nazaret.


Lo que sí sabemos con certeza, a través de la genealogía de Jesús, puntualizada por San Mateo y San Lucas el nombre de nuestro Santo. Procedía del linaje de David, como la Virgen, y, al igual que el patriarca del Antiguo Testamento, figura suya, se llamó José, nombre que anunciaba con acento misterioso un creciente brote de virtudes y de dones en el Niño que acababa de nacer.

Pasan después los años, muchos años, alrededor de cuarenta, sin referencia alguna, en la mayor oscuridad. Pero como el gusano en su capullo, la paloma preparaba ya sus alas. Llega, por fin, el día en que San José se incorpora a la historia y le vemos pasar cumpliendo su misión excelsa en camino o en reposo, en oración o en trabajo, siempre junto al Niño, siempre al lado de la Esposa, siempre humilde, callado siempre, dándonos una lección perenne de amable, de acogedora santidad.

Su vida se desenvuelve desde ahora en la verdeante Nazaret, entre canciones de aguas y olores de pinos, en una región de viñas y terebintos, al amparo de aquella pequeña aldea que, muy en su punto, se adornaba con un nombre tan fragante. Allí trabajaba el descendiente de reyes en su modesto oficio de carpintero. Allí se desposó con la flor más bella a quien rendían acatamiento todas las azucenas del mundo. Difícil sería enumerar los merecimientos de aquella virginal doncella.

Más limpia que el rayo de luna, más blanca que la nieve incontaminada de las cumbres, María era un reino de dulzura, de humildad, de ensimismamiento. Los ángeles la servían y aprendían de ella mientras meditaba el misterio de la Encarnación, absorta al contemplar dentro de sí aquel Niño, futuro Enmanuel, anunciado por el arcángel.

San José se miraba en aquella mirada que tenía la insondable serenidad de un lago. Leía el libro de la perfección en aquellos ojos. Era feliz.

Fue entonces cuando experimentó la primera y no esperada congoja. Es que Dios prueba a sus amigos en fuego de tribulación hasta darles el mejor temple. Y a excepción de Nuestra Señora, ¿quién más preparado que José para gustar estos sabrosos sinsabores? El que iba a ser padre nutricio de un Niño después crucificado necesitaba probar de antemano el acíbar del Calvario.

¿Cómo analizar la magnitud de aquel sufrimiento? ¿Cómo medir la grandeza de esa aflicción? El Eterno sabe acendrar hasta el último cuadrante el alma de sus santos. Por el dolor se sube al amor. Por el fuego del infortunio se asciende a la llama clarificada de la visión divina.

Sufría la Virgen. Sufría José. Pero ambos pusieron en Dios su confianza, la delicadeza y el silencio fue la norma de su conducta y no tardó en llegar la hora del íntimo gozo, la hora del blanco mensaje. Un ángel trajo el anuncio: "No temas recibir a María... porque lo que en ella ha nacido viene del Espíritu Santo". La faz de San José se iluminó con arrobo, su alma se llenó de gratitudes.

A partir de este momento la vida de San José adquiere rasgos cada vez más definidos y se afirma y se pule con una espiritualidad que tiene el hontanar en el fondo de su alma. Una triple misión se le asigna: la de ser imagen del Padre, custodio de la Sagrada Familia y artesano diligente en su taller. ¡Y con qué decisión lo cumple entre gozos y congojas que le perfeccionan!

Leer las jornadas de su peregrinación es como abrir un libro sabio en enseñanzas. Sufre el dolor humilde del pesebre, la aflicción de la sangre vertida, la amargura de la profecía, los temores de la huida, las tribulaciones del Niño no encontrado en tres días.

Y en otro aspecto, ¿quién podrá medir la altura y la profundidad de sus gozos? Alegría celeste, mensajes angélicos, voces y cánticos de pastores, presencia del Niño, candor de la Madre y amor divino fueron su acompañamiento glorioso. junto al olor, la felicidad de una mirada con destellos de la eterna hermosura. Así se forjan las grandes almas.

Para ganar el premio es preciso merecerlo. Y San José se llenó de merecimientos. En su vida se equilibraron la acción y la contemplación. Parco en palabras, fue largo en obras. Le contemplamos en tensión de camino, en tensión de trabajo. Cuando Augusto César dispone el empadronamiento, camina. Cuando Herodes busca a Jesús para matarle, camina.

Cuando el ángel le anuncia que retorne, camina. Cuando el Niño se queda en el templo, camina también. Una decisión, un vigor inquebrantable nimba su vida. Siempre alerta en Belén, en Egipto, en la apacible Nazaret, vive cumpliendo su misión de padre adoptivo.

¡Cuántas veces en el silencio de las noches, a la sombra de las palmeras o en las montañas de la verde Galilea, le animaría una voz inefable que le hablaba desde la excelsitud de su reino

¿Y qué decir de la fatiga amarillenta del desierto? Mientras avanzaba entre arenales, con peligro de fieras y de bandidos, huyendo de los lazos de una persecución cruenta, nuevos méritos de incalculable trascendencia se engarzaban en la corona del heroico Patriarca.

El desierto que le circundaba tenía su réplica en el desierto interior de los temores de su alma atenta a defender de enemigos la dulce familia que caminaba bajo su tutela. Se ha dicho que no pueden entrar fácilmente en el cielo los que no caminan por este desierto.

Muy cerca de la patria eterna debía de sentirse entonces San José. El desierto era la desolación y la congoja. Pero también el impulso y el gozo de la misión bien llevada. En medio de las arenas, a su lado, caminaban dos tesoros. El Santo se veía como rey de una creación nueva.

Ante esta contemplación el desierto se le transformaba en un paraíso y los rumores temibles de la noche se le convertían en gorjeos. ¡Qué prodigiosamente sabe Dios llenar de bienaventuranzas las almas que suben por la tribulación hasta los umbrales de su trono!

La leyenda vino a añadir nuevas tintas al cuadro. La imaginación popular, los apócrifos, la devoción de todos los siglos no se limitó a seguir la sencillez de las escenas evangélicas, antes al contrario, acumuló efectos sorprendentes cuyo contenido no hemos de puntualizar.

Baste decir que allí donde la Sagrada Familia pasa, el perfume de la leyenda deja su rastro. El naranjo, la palmera, el trigo, el salteador, se humanizan, guardan al Niño, lo defienden en presencia de San José. Los pájaros se enternecen. El agua recibe una virtud nueva. Es el tributo de las criaturas, que quieren, a su modo, agradecer. Al fin y al cabo las más bellas leyendas nacen del amor.

Llegan los últimos años. La vida de San José se desliza en Nazaret con la levedad de una poesía a lo divino, callada, oculta, sin rumores exteriores. Le vimos aparecer en el silencio. Le veremos marcharse en el silencio. ¿Cuándo? Debió de morir antes que Jesús comenzara su predicación, quizá a la edad de setenta años.

No vuelve a sonar su nombre ni en Caná, ni en Siquem ni en Cafarnaúm. Tampoco en el Calvario. Probablemente el Hijo quiso llevarse antes de esas horas a su anciano Padre adoptivo, para evitarle el último dolor. Su misión era la de acompañar, sustentar, defender a la Sagrada Familia en los años niños y formativos y la llenó de manera inigualada.

Cumplida su obra, sólo le quedaba morir. Morir para nacer. Morir para recibir cuanto antes la palma del triunfo eterno; para inundar de luz sus ojos con la visión beatífica, para anegarse en la divina Sabiduría cuyos celajes había columbrado en la mirada del Niño.

¿Resucitó, como admiten Suárez y San Francisco de Sales, el mismo día que el Salvador? ¿Subió al cielo en cuerpo y alma? Es posible. Pero lo cierto es que, guiado por la sonrisa del Hijo, por la misericordia de la Madre, nos mira, nos alienta, nos guarda como un ángel y nos prepara el gran día en que nuestra alma sabrá definitivamente lo que es nacer.

¡Qué sobreabundancia de caridad, de primores, de cuidado puso Dios al moldear el alma de San José, al crear su cuerpo, al formar aquellas manos de artesano que le iban a sustentar, aquellos brazos que se extremarían en delicadezas al dormirle, aquel corazón que se adelgazaba como una llama en el amor del Niño más hermoso! Dios rodeó con sus misericordias el espíritu y la vida de José.


Cuando labraba su alma, cuando tallaba su cuerpo, cuando infundía la luz en la mirada de su nueva criatura, la misericordia velaba allí. Cuando preveía ab aeterno las virtudes del futuro Santo, la misericordia extremaba su obra. Y cuando lo soñaba para esposo de María, para padre adoptivo de su propio Hijo, para guardián de la Sagrada Familia, la misericordia envolvía en luminosidad esta creación portentosa.

Era una luz que reflejaba los esplendores de la luz eterna. El Señor le concedió particulares privilegios que bastarían para llenar de admiración el cielo y la tierra. ¿Cómo no acercarnos a él? Como escribe bellamente fray Bernardino de Laredo, las armas de su genealogía son el Niño y la Virgen. Jamás un blasón semejante se había dado ni se podía dar en el mundo.

El Santo Patriarca tiene la gracia de la flor que sabe entregarnos con caridad su aroma. A su lado florece la bondad, arraiga la dulzura, fructifica el sosiego. No es el santo de una época ni de un siglo. Es el Patriarca de todos los milenios, de ayer y de mañana, de hoy y de siembre.

Pasa enseñando el valor de la vida remansada. Nos invita a contemplar la belleza de los seres humildes. A su lado nos sentiremos más niños y oiremos de nuevo dentro de nosotros la callada resonancia de un lenguaje aprendido la noche de Belén.

LUÍS MORALES OLIVER
para el portal Patrística - Primeros cristianos

jueves, 14 de marzo de 2024

COMPRENDIENDO LA PALABRA

“El Padre que me envió ha dado testimonio de mí” (Jn 5,37)

Que su alma reciba el dogma fundamental que concierne a Dios: hay un solo Dios, uno sólo, sin nacimiento, sin comienzo, sin cambios ni mutaciones. No fue engendrado por otro, no hay otro ser para tomar la sucesión de su vida. No empezó a vivir en el tiempo, no existe fecha en la que tenga fin. Es a la vez bueno y justo. (…) Único es el autor del cielo y de la tierra, el creador de los ángeles y los arcángeles. Es el autor de una multitud de criaturas, el Padre de uno sólo antes de los siglos, uno sólo que es el Hijo Único, nuestro Señor Jesucristo, con el que ha hecho todas las cosas, las visibles y las invisibles.

Este Padre de nuestro Señor Jesucristo no está circunscrito en un lugar cualquiera, más pequeño que el cielo. Los cielos son la obra de sus manos, su mano abarca toda la tierra. Está en todas las cosas y más allá de todas las cosas. No te imagines que el sol sea más brillante o igual que él, ya que el que ha creado al sol es, sin comparación, mucho más grande y brillante que él. Sabe por anticipado lo que debe existir, es más fuerte que todos los seres, los conoce a todos, realiza lo que desea. No está sumido a las vicisitudes de las cosas, ni al nacimiento, tampoco a la fortuna o a lo ineluctable. Es perfecto desde todo punto de vista y posee todo tipo de virtud. No sufre disminución ni crecimiento, está siempre en el mismo estado, es absolutamente idéntico a sí mismo. Preparó una sanción a los pecadores y a los justos una corona.

Muchas personas, de diversas maneras, se perdieron lejos de este Dios único. (…) Establece primero sólidamente en tu alma este dogma de la piedad por medio de la fe.


San Gregorio Magno (c. 540-604)
papa y doctor de la Iglesia
Morales sobre Job, XIII (SC 212, Morales sur Job, Cerf, 1974), trad. sc©evangelizo.org

RESONAR DE LA PALABRA - Evangelio según San Juan 5,31-47


Evangelio según San Juan 5,31-47
Jesús dijo a los judíos:

Si yo diera testimonio de mí mismo, mi testimonio no valdría.

Pero hay otro que da testimonio de mí, y yo sé que ese testimonio es verdadero.

Ustedes mismos mandaron preguntar a Juan, y él ha dado testimonio de la verdad.

No es que yo dependa del testimonio de un hombre; si digo esto es para la salvación de ustedes.

Juan era la lámpara que arde y resplandece, y ustedes han querido gozar un instante de su luz.

Pero el testimonio que yo tengo es mayor que el de Juan: son las obras que el Padre me encargó llevar a cabo. Estas obras que yo realizo atestiguan que mi Padre me ha enviado.

Y el Padre que me envió ha dado testimonio de mí. Ustedes nunca han escuchado su voz ni han visto su rostro,

y su palabra no permanece en ustedes, porque no creen al que él envió.

Ustedes examinan las Escrituras, porque en ellas piensan encontrar Vida eterna: ellas dan testimonio de mí,

y sin embargo, ustedes no quieren venir a mí para tener Vida.

Mi gloria no viene de los hombres.

Además, yo los conozco: el amor de Dios no está en ustedes.

He venido en nombre de mi Padre y ustedes no me reciben, pero si otro viene en su propio nombre, a ese sí lo van a recibir.

¿Cómo es posible que crean, ustedes que se glorifican unos a otros y no se preocupan por la gloria que sólo viene de Dios?

No piensen que soy yo el que los acusaré ante el Padre; el que los acusará será Moisés, en el que ustedes han puesto su esperanza.

Si creyeran en Moisés, también creerían en mí, porque él ha escrito acerca de mí.

Pero si no creen lo que él ha escrito, ¿cómo creerán lo que yo les digo?".


RESONAR DE LA PALABRA


Quisisteis gozar un instante de su luz

Hay alegrías muy verdaderas, pero efímeras: las comidas familiares, una celebración de cumpleaños, un concierto, un éxito. Y quizá, también, como la gente del tiempo de Jesús, una palabra que parece definitiva; una buena predicación, una conferencia o clase maravillosa. Y queda el recuerdo, quizá algo nostálgico, del momento. No es que todos esos momentos, como el testimonio de Juan, sean falsos. Es que son un instante que “quisimos gozar”. Pero hay una verdad, un testimonio que no pasa, y es el ver el rostro de Dios en la persona de Cristo.

El testimonio de Cristo es más grande que el de Juan. Juan mismo lo había reconocido: “no soy digno de atar la correa de su sandalia”. Entonces, si la alegría de la luz que se encuentra en momentos concretos es proporcional a la fuerza del testimonio, Cristo ofrece no un instante, sino una eternidad de gloria y alegría. ¿Cómo ver esa luz y esa gloria?

Está claro: en primer lugar, leer las Escrituras y reconocer hacia quién está orientado todo el Antiguo Testamento y de quién habla todo el Nuevo. Ver al enviado, al que anunciaron los profetas.

Y ¿qué hacemos en términos concretos?

Está claro: mirar las acciones del Ungido. A veces son acciones espectaculares: milagros, convocatoria de miles de personas, actos y palabras magníficas. Y otras veces son acciones tan sencillas como beber agua del pozo de una mujer a la que llama a la reconciliación y a la verdad; o como comer en casa de un recaudador de impuestos que entrega lo que ha defraudado y la mitad de sus bienes; o escribir en el suelo algo misterioso y liberar a una mujer no solo de las piedras, sino de su pecado. Quizá los milagros que Dios opere por nuestro medio no sean milagros espectaculares; seguramente no tendremos una fuerza de convocatoria tan grande que reúna a multitudes y les dé de comer milagrosamente. Pero los pequeños actos, las acciones más sencillas, pueden dejar traslucir la luz de Dios. Si es así, si no es la propia luz sino la que apunta a Cristo, la alegría de la que se podrá gozar no será un instante, sino toda una eternidad.

Cármen Aguinaco

fuente del comentario CIUDAD REDONDA
 

martes, 12 de marzo de 2024

COMPRENDIENDO LA PALABRA

"¿Quieres curarte?": la cuaresma conduce a los catecúmenos a la piscina del bautismo

El número cuarenta, carísimos hermanos, tiene un valor simbólico, ligado al misterio de nuestra salvación. En efecto, cuando en los primeros tiempos, la maldad de los hombres hubo invadido la superficie de la tierra, durante cuarenta días Dios hizo salirse las aguas del cielo e inundó la tierra entera bajo las lluvias del diluvio (Gn 7). Desde esta época, la historia de la salvación fue anunciada simbólicamente: durante cuarenta días, la lluvia cayó para purificar el mundo. Ahora, durante los cuarenta días de la cuaresma, es ofrecida la misericordia a los hombres para que se purifiquen...

Sí, el diluvio es el símbolo del bautismo; lo que se produjo entonces todavía se cumple hoy... Cuando los pecados de toda la tierra desaparecieron, ahogados en el fondo del abismo, la santidad pudo elevarse muy cerca del cielo; he aquí lo que se realiza ahora también en la Iglesia del Cristo... Llevada por el agua del bautismo, se eleva cerca del cielo; las supersticiones y los ídolos son engullidos, y sobre tierra se difunde la fe, brotada del arca del Salvador... Por cierto, nosotros mismos somos pecadores, y este mundo será destruido. Sólo escaparán de la ruina, aquellos a los que el arca llevará encerrados en su seno. Esta arca, es la Iglesia... Sí, os lo anunciamos, este mundo naufragará; por eso os exhortamos, a vosotros, a todos los hombres, a refugiarse en este santuario.



San Máximo de Turín (¿-c. 420)
obispo
Sermón para la Cuaresma

RESONAR DE LA PALABRA - Evangelio según San Juan 5,1-16


Evangelio según San Juan 5,1-16
Se celebraba una fiesta de los judíos y Jesús subió a Jerusalén.

Junto a la puerta de las Ovejas, en Jerusalén, hay una piscina llamada en hebreo Betsata, que tiene cinco pórticos.

Bajo estos pórticos yacía una multitud de enfermos, ciegos, paralíticos y lisiados, que esperaban la agitación del agua.

[Porque el Angel del Señor descendía cada tanto a la piscina y movía el agua. El primero que entraba en la piscina, después que el agua se agitaba, quedaba curado, cualquiera fuera su mal.]

Había allí un hombre que estaba enfermo desde hacía treinta y ocho años.

Al verlo tendido, y sabiendo que hacía tanto tiempo que estaba así, Jesús le preguntó: "¿Quieres curarte?".

El respondió: "Señor, no tengo a nadie que me sumerja en la piscina cuando el agua comienza a agitarse; mientras yo voy, otro desciende antes".

Jesús le dijo: "Levántate, toma tu camilla y camina".

En seguida el hombre se curó, tomó su camilla y empezó a caminar. Era un sábado,

y los judíos dijeron entonces al que acababa de ser curado: "Es sábado. No te está permitido llevar tu camilla".

El les respondió: "El que me curó me dijo: 'Toma tu camilla y camina'".

Ellos le preguntaron: "¿Quién es ese hombre que te dijo: 'Toma tu camilla y camina?'".

Pero el enfermo lo ignoraba, porque Jesús había desaparecido entre la multitud que estaba allí.

Después, Jesús lo encontró en el Templo y le dijo: "Has sido curado; no vuelvas a pecar, de lo contrario te ocurrirán peores cosas todavía".

El hombre fue a decir a los judíos que era Jesús el que lo había curado.
Ellos atacaban a Jesús, porque hacía esas cosas en sábado.


RESONAR DE LA PALABRA

La soledad que impide la curación

Después de la pandemia se ha hablado mucho de una enfermedad que parece muy moderna, o que se ha agudizado en tiempos modernos, pero que tiene miles de años de antigüedad: la soledad. La soledad es un mal provocado por el abandono de otros o por la pasividad propia. O por la falta de reconocimiento de quien está cerca: el Cristo vivo que nunca abandona. A veces son trágicamente inevitables, pero a otras veces se pueden evitar. Diversos estudios aseguran que una de las claves para vivir más y tener más salud es tener buenas relaciones.

Es la soledad la que impide al paralítico curarse. Una soledad persistente, de treinta y ocho años, que le lleva a la más total pasividad. “Ahí tendido y sabiendo que ya llevaba mucho tiempo en tal estado…” ¿Nunca buscó ayuda? ¿Nadie se solidarizó con él? ¿Pasó totalmente desapercibido? El hombre tenía una parálisis que llegaba mucho más allá de su estado físico. Era la parálisis de la soledad, de la falta de iniciativa, de la pasividad. Una resignación enfermiza.

Jesús le pregunta si quiere curarse. Parece una pregunta retórica, pero, después de 38 años de parálisis total, interna y externa, es la pregunta más lógica. ¿Es que no quieres? ¿Por qué no puedes? La respuesta que da el paralítico es que está solo, que no tiene a nadie… Jesús podría haber seguido preguntando si la respuesta tiene una causa real, o si responde a un victimismo buscado. Porque la soledad y las soledades pueden ser trágicamente reales… ¿ni un gesto de solidaridad en 38 años? consciente o inconscientemente buscadas. Un aislamiento que puede comenzar por un rechazo y que se convierte en la parálisis de la autocompasión.

Jesús no le remueve el agua, ni le ayuda a entrar… simplemente le dice que levante su camilla y ande. Quizás nuestras parálisis causadas por la soledad, por el temor, el rechazo o el aislamiento procurado o no, puedan curarse simplemente con la escucha y obediencia a la llamada a levantarse y andar. Salir a buscar quién pueda ayudarnos a zambullirnos en el agua que cura. Salir a buscar a quién ayudar a salir de sus parálisis. Salir a acompañar y sentirse acompañados. Escuchar la voz que nunca abandona. Pero hay que responder a la pregunta: ¿quieres…? Y, si quieres, también puedes sanar otras soledades porque, como el paralítico, puedes ir hablando de Quien te dijo que tomaras la camilla. Puedes ir hablando de curación a otros.

Cármen Aguinaco

fuente del comentario CIUDAD REDONDA
 

5 actitudes de los primeros cristianos

El ejemplo de los primeros cristianos ilumina a los católicos de todo tiempo, incluidos los contemporáneos.

Gabriel Larrauri, explica que aunque las personas y circunstancias cambia a lo largo de los siglos, aquellos que confiaron en las palabras de Jesús y en la transmisión de su mensaje a través de los Apóstoles, “vivieron una situación parecida a la actual y afrontaron con toda naturalidad sus riesgos”.

Larrauri resume  cinco actitudes que, aunque originales en la experiencia de las primeras comunidades cristianas, siguen de plena actualidad para los católicos.


1. Ejemplo de entrega

Para el autor, los primeros seguidores del mensaje evangélico “son la prueba de cómo se puede transformar el mundo”.

Ellos fueron “gente normal que supo ser heroica, hombres y mujeres que con su vida ordinaria consiguieron cosas extraordinarias y que han dejado una huella profunda en la historia de la humanidad”.

Tanto es así, que tiene una “extraordinaria vigencia cultural” en Occidente. “Ellos son las raíces cristianas de Europa”, enfatiza.

2. Coherencia y valentía

Para Larrauri, quienes formaron las primeras comunidades de seguidores de Cristo “son como luces que vienen de lejos y que nos iluminan hoy”. En concreto, “considerar su coherencia, su valentía, puede ayudarnos mucho”, “su ejemplo para transformar el mundo desde dentro, sin aislarse, autoexcluirse o evadirse de la realidad diaria de la sociedad en la que viven”.

Al igual que hoy en algunos contextos, los primeros cristianos eran pocos, carecían de medios humanos y no contaban, al menos durante un largo tiempo, con grandes pensadores o personas de relevancia pública, explica el autor del libro.

La coherencia y la valentía son la clave para comprender cómo “no se amedrentaron” en medio de un ambiente social marcado por el “indeferentismo” y la carencia de valores, “semejante en muchos aspectos al que nos toca ahora afrontar”.

3. Vivir a contracorriente

La tercera actitud de los primeros cristianos es la capacidad de afrontar las persecuciones. “La Iglesia defiende un estilo de vida que es preciso vivir a contracorriente”, por lo que “ser cristiano hoy puede calificarse de arriesgado”.

No en vano, según Ayuda a la Iglesia Necesitada (ACN, por sus siglas en inglés) el cristianismo “es la religión más perseguida del mundo”. Por ello “tener la referencia de los primeros cristianos nos ayuda a afrontar esas circunstancias”.

Conocer su ejemplo, “llegando incluso a entregar su vida por mantenerse firmes a su fe, nos puede llenar de fortaleza a la vez que nos mueve a procurar defender la libertad de esas personas”.

4. La Eucaristía

Desde el principio, la celebración de la Eucaristía “tuvo un papel central” en la vida de los grupos iniciales de cristianos. “Maravilla ver la fe y el cariño con el que los primeros cristianos tratan a Jesús en el Pan eucarístico”.

Por otro lado, “emociona comprobar cómo seguimos celebrando la misma Misa que se celebraba en el siglo I”.

5. Amar a los demás

A ello se suman el amor mutuo, la fraternidad y el cuidado de los unos por los otros. Para Larrauri “quizá la nota más característica de la vida de los primeros cristianos era cómo sabían quererse entre sí. Esta será la señal por la que serán reconocidos por los paganos”.

Amarse los unos a los otros como hizo Jesucristo “es la herencia que nos han dejado y la que nosotros debemos transmitir. No se trata de filantropía o humanitarismo sin más: están dispuestos -como dice Tertuliano- a dar la vida por los demás”.

Publicada originalmente el 8 de marzo de 2023.

¿Qué nos dicen los primeros cristianos a los cristianos de hoy?


El ejemplo de los primeros cristianos ¿Qué nos dicen a los cristianos de hoy?

Hombres y mujeres que con su vida ordinaria han conseguido cosas extraordinarias. La vida de los primeros cristianos interesa. Nos atrae. Posiblemente porque nos hace pensar en los comienzos, cuando todo era nuevo, la iglesia era joven y todo estaba estrenándose.

El cristiano necesita conocer los orígenes de su fe y de la Iglesia. No podemos perder ese tesoro maravilloso, nuestras señas de identidad. Si somos cristianos hoy, se lo debemos a ellos. El ejemplo de su vida: ahí estuvo el secreto de su éxito. No se dedicaron a predicar, no tenían una estrategia de actuación sociológica. Vivían con naturalidad la fe en cada minuto y eso hizo que sus vidas atrajeran como un imán.

La fuerza del buen ejemplo es tal que, si de verdad fuéramos coherentes los cristianos, nuestra vida llevaría a los demás a convertirse. Los textos de los padres de la Iglesia (Patrística)  buscan dar a conocer la vida de los primeros cristianos: hacer presente el espíritu que vivieron, tal como ellos mismos lo han contado.


lunes, 11 de marzo de 2024

COMPRENDIENDO LA PALABRA

“Si no veis signos y prodigios sois incapaces de creer.”

«Todo el que invoca el nombre del Señor

se salvará» (Jl 3,5; Rm 19,13).

En cuanto a mi no sólo le invoco,

sino que ante todo creo en su grandeza.

No es por lo que me da

que persevero en mis súplicas,

sino porque es la Vida verdadera

y es en él que respiro;

sin él no hay movimiento ni progreso.

No es tanto por los lazos de la esperanza

que soy atraído sino por los lazos del amor.

No es de los dones

sino del Dador que siempre tengo nostalgia.

No aspiro a la gloria,

sino que quiero abrazarme al Señor de la gloria.

No es la sed de la vida la que siempre me consume,

sino el recuerdo de aquel que da la vida.

No es por el deseo de felicidad que suspiro,

que desde lo más profundo de mi corazón rompo en sollozos,

sino por el deseo de aquel que lo prepara.

No es el descanso lo que busco,

sino el rostro de aquel que pacificará mi corazón suplicante.

No es por el festín nupcial que languidezco,

sino del deseo del Esposo.

En la espera cierta de su poder

a pesar de la carga de mis pecados,

creo con una esperanza inquebrantable

y me pongo confiadamente en la mano del Todopoderoso,

de quien no solamente obtendré el perdón

sino que le veré a él mismo en persona,

gracias a su misericordia y a su compasión

y, aunque merezco perfectamente ser proscrito,

heredaré el cielo.



San Gregorio de Narek (c. 944-c. 1010)
monje y poeta armenio
El libro de las oraciones 12,1

RESONAR DE LA PALABRA - Evangelio según San Juan 4,43-54


Evangelio según San Juan 4,43-54
Jesús partió hacia Galilea.

El mismo había declarado que un profeta no goza de prestigio en su propio pueblo.

Pero cuando llegó, los galileos lo recibieron bien, porque habían visto todo lo que había hecho en Jerusalén durante la Pascua; ellos también, en efecto, habían ido a la fiesta.

Y fue otra vez a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino. Había allí un funcionario real, que tenía su hijo enfermo en Cafarnaún.

Cuando supo que Jesús había llegado de Judea y se encontraba en Galilea, fue a verlo y le suplicó que bajara a curar a su hijo moribundo.

Jesús le dijo: "Si no ven signos y prodigios, ustedes no creen".

El funcionario le respondió: "Señor, baja antes que mi hijo se muera".

"Vuelve a tu casa, tu hijo vive", le dijo Jesús. El hombre creyó en la palabra que Jesús le había dicho y se puso en camino.

Mientras descendía, le salieron al encuentro sus servidores y le anunciaron que su hijo vivía.

El les preguntó a qué hora se había sentido mejor. "Ayer, a la una de la tarde, se le fue la fiebre", le respondieron.

El padre recordó que era la misma hora en que Jesús le había dicho: "Tu hijo vive". Y entonces creyó él y toda su familia.

Este fue el segundo signo que hizo Jesús cuando volvió de Judea a Galilea.


RESONAR DE LA PALABRA

No le hizo falta nada más

Pedir con prisa y con insistencia es bueno, pero quizá no se vea o se toque un efecto inmediato y entonces parece que Dios no escucha. Pero hay tres palabras en el texto del evangelio de hoy que dan las mejores claves para la oración:

Insistió. Dios sabe muy bien lo que necesitamos y deseamos, pero parece que le gusta la insistencia, no porque él no sepa, sino porque quizás seamos nosotros los que no sabemos y necesitamos repetírnoslo a nosotros mismos. Insistir es una actividad virtuosa, porque nos ejercita en la perseverancia y la confianza. Y el fruto está claro: después de la insistencia, Jesús no necesita siquiera acudir físicamente. Puede responder a todas las peticiones simplemente con otra palabra:

Vete. ¿Y no sería mejor quedarse y seguir insistiendo? ¿O resignarse a que no se puede hacer nada ya? ¿Marchar con la cabeza gacha y el sabor del fracaso en los labios? El funcionario, sin embargo, “creyó y se puso en camino”. La insistencia había creado en él la virtud de la confianza. Creer y ponerse en camino sin ninguna prueba puede ser casi prácticamente imposible para muchos de nosotros. Creer a ciegas. El funcionario se pone en camino de regreso, aparentemente sin conseguir nada, porque confía.

Reconoció. Hacer la relación entre necesidad y respuesta, entre obediencia y fruto quizá no sea tan fácil para la mayoría de nosotros, porque a veces respuesta o fruto no son tan evidentes. Pero el funcionario podría haber pensado que había sido todo una casualidad. Y sin embargo, reconoce. Reconoce el tiempo, reconoce la causa y el efecto.

Seguramente todos tenemos cerca a alguien que está enfermo, física o espiritualmente, por quien hay que pedir insistentemente. Y quizá la confianza no sea tan fácil, y mucho menos el reconocer el fruto que, a menudo, no es lo que esperábamos.

Dice san Agustín que la oración es la fuerza del hombre y la debilidad de Dios. Y este pasaje lo expresa de manera elocuente. Y al mismo tiempo, la oración débil, pero confiada de la persona, es lo que muestra la fuerza de Dios. “Esta fue la segunda señal…”

Cármen Aguinaco

fuente del comentario CIUDAD REDONDA
 

domingo, 10 de marzo de 2024

COMPRENDIENDO LA PALABRA

“Dios envió a su Hijo para que el mundo se salve por él” (Jn 3,17)

[Santa Catalina escuchó a Dios decirle:] Abre, hija mía, los ojos de tu inteligencia. Descubrirás a los ciegos y a los ignorantes, verás también a los imperfectos y a los perfectos, los que realmente me siguen. Experimentarás así el dolor por la perdición de los ignorantes y la alegría por la perfección de mis hijos amados. Descubrirás también cómo se comportan los que caminan en mi luz y cómo los que van en las tinieblas.

Pero antes quiero que mires el Puente que les he construido en mi Hijo único, que contemples su grandeza, que va del cielo a la tierra. La grandeza de la Divinidad está unida a la tierra de la humanidad de ustedes. Por eso te digo que va del cielo a la tierra, por la unión que hizo con el hombre. Eso fue necesario para reconstruir la vía que había sido rota y permitir atravesar la amargura del mundo, para llegar a la vida. Partiendo de la tierra no se podía realizar un puente de una talla suficiente como para pasar el río e incorporarse a la vida eterna. La tierra de la naturaleza humana era incapaz por sí misma, habiendo satisfecho al pecado, de destruir la mancha del pecado de Adán, que corrompió e infectó toda la raza humana. Era entonces necesario unirla a la grandeza de mi naturaleza - Deidad eterna- para que pudiera satisfacer a toda la raza humana. Era necesario que la naturaleza humana experimentara la pena y que la naturaleza divina, unida con la naturaleza humana, aceptase el sacrificio que mi Hijo me ofrecía, para destruir la muerte y rendirles la vida.

Así, la Grandeza se abajó hasta la tierra de la humanidad. Uniéndose a ella, edificó un puente y restableció la ruta. ¿Por qué de este modo? Para que realmente el hombre viniera a alegrarse con la naturaleza angélica. Pero para obtener la vida, no alcanza que mi Hijo haya devenido el puente: es necesario que ustedes pasen por ese puente.



Santa Catalina de Siena (1347-1380)
terciaria dominica, doctora de la Iglesia, copatrona de Europa
El Diálogo. El don del Verbo encarnado VI, 22 (Le dialogue, Téqui, 1976), trad. sc©evangelizo.org

RESONAR DE LA PALABRA - Evangelio según San Juan 3,14-21


Evangelio según San Juan 3,14-21
Dijo Jesús:

De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto,

para que todos los que creen en él tengan Vida eterna.

Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna.

Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.»

El que cree en él, no es condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.

En esto consiste el juicio: la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas.

Todo el que obra mal odia la luz y no se acerca a ella, por temor de que sus obras sean descubiertas.

En cambio, el que obra conforme a la verdad se acerca a la luz, para que se ponga de manifiesto que sus obras han sido hechas en Dios.


RESONAR DE LA PALABRA


Tanto amó Dios al mundo.

Queridos amigos, paz y bien.

Llegamos al cuarto domingo de Cuaresma. Parece que fue ayer Miércoles de Ceniza, y ya estamos en la cuarta semana. Es el domingo “Laetare”, en el que las antífonas del Misal Romano nos invitan a la alegría. “Alégrate, Jerusalén, reuníos todos los que la amáis, regocijaos los que estuvisteis tristes para que exultéis; mamaréis a sus pechos y os saciaréis de sus consuelos.” La oración colecta y la oración sobre las ofrendas también hacen referencia a la alegría. (“Haz que el pueblo cristiano se apresure, con fe gozosa y entrega diligente, a celebrar las próximas fiestas pascuales.” “Señor, al ofrecerte alegres los dones de la eterna salvación, te rogamos nos ayudes a celebrarlos con fe verdadera y a saber ofrecértelos de modo adecuado por la salvación del mundo. Por Jesucristo, nuestro Señor.”) Que no se nos olvide la alegría.

Vayamos con las lecturas. El Libro de las Crónicas intenta explicar por qué Israel, el pueblo elegido fue desterrado, el templo de Jerusalén destruido y la esperanza, perdida. A pesar de los avisos, de las advertencias lanzadas a lo largo de muuuuchos años, por medio de distintos profetas, el pueblo no fue fiel. Se burló de los profetas, los maltrató y se apartó de los caminos de Dios. Con plena conciencia. Ese pueblo se dejó llevar por las costumbres de los gentiles. Qué curioso, se podría decir que como hoy, en nuestros días. Es más fácil hacer caso a lo que dicen en las redes sociales que a lo que dicen en las iglesias. Y hacer lo que hacen todos, vivir como viven todos, es más cómodo que destacar en la masa. Se ve que la tentación viene de antiguo. Los Mandamientos, que meditábamos la semana pasada, nos dan la pauta. No es fácil, pero es posible cumplirlos.

Al alejarse de Dios, al querer vivir a su manera, los israelitas se convirtieron en esclavos de sus propios ídolos. El deseo de ser libres sin Dios los llevó a ser cautivos de sus impulsos. Esa es la mala noticia. La buena, que Dios nunca los abandonó. A pesar de su dura cerviz, de la sequedad de su corazón. Se aproxima el regreso a la Tierra Prometida. El rey Ciro encarga a los supervivientes la reconstrucción del templo, para que el pueblo tenga de nuevo su lugar de culto. No hay situación, por complicada que sea que el Señor no pueda resolver. Todo lo puede. Incluso acabar con odios antiguos y romper con las cadenas del pecado que atan a sus hijos. Basta con confiar y seguir sus mandatos. Responder al amor de Dios con fe.

De lo que supone vivir lejos de Dios y lo que Él ha hecho por nosotros habla la Carta a los Efesios. El pasaje que hemos oído hoy nos recuerda cómo estamos salvados, por pura gracia y no por nuestros méritos. Sin la fe y sin la ayuda de Dios, estaríamos muertos. Aunque viviéramos muy bien. Pero resulta que ya no hay que hacer nada para conseguir la vida eterna. Cristo, muriendo en la cruz, lo hizo todo ya. Parece que la pregunta que hizo el joven rico, en su momento: “¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna?”, está ya contestada. Nos ha creado en Cristo Jesús, para que nos dediquemos a las buenas obras, que Él nos asignó para que las practicásemos (Ef 2, 10). Démonos prisa en hacer el bien. Responder al amor recibido con amor.

El Evangelio nos trae un fragmento del diálogo entre Jesús y Nicodemo. Los temas centrales son la fe y las obras para conseguir la salvación. Cuando Moisés levantaba la serpiente de bronce en el desierto, era necesario mirarla para ser curado. Ahora, cuando miramos a Cristo en la cruz, es preciso creer en Él, para tener vida y tenerla en abundancia (Jn 10,10). Desde lo alto de la cruz, Jesús nos dice que la persona que ha logrado vivir en plenitud es la que se ha hecho esclava por amor. Amor hasta dar la vida por los hermanos. En el caso de Jesús, literalmente.

Se nos habla del juicio, que tendrá lugar no sólo al final de los tiempos, sino que tiene lugar ya hoy. La luz ya ha venido al mundo, y de cada uno de nosotros depende aceptarla o no. Porque Dios nos ha amado mucho. Hay decisiones que nos acercan a lo que Dios quiere, y otras que llevan a la muerte eterna.

En todo caso, Jesús se ha hecho presente para ser fuente de salvación, reflejo del amor de Dios. Nos extiende su mano, para ser la luz que nos rescata de las tinieblas. Hay libertad para aceptar o no esa luz. Pero si se acepta, hay que actuar conforme a la verdad y a lo que Dios nos inspira. ¿De qué manera? Creyendo. Creyendo en la Luz. En este mundo predominan las sombras. Pero, a pesar de todas las injusticias, a pesar de que los que parecen triunfar son los “malos”, creer que vivimos en un mundo amigo. Aunque muchas veces nos parezca que Dios está muy lejos, que estamos “dejados de la mano de Dios”, aunque estemos pasando un purgatorio, reconocer que Dios, por medio de Cristo, ha preparado todo para que podamos salvarnos. Creer que, a pesar de todo, podemos dormir tranquilos.

Si resulta que vivo en un mundo amigo, si Dios está de mi lado, debo plantearme mi papel en este mundo. En lo que queda de Cuaresma, por ejemplo, me puedo plantear si contribuyo a aumentar la luz del mundo, o hago que las tinieblas se espesen. Puedo también revisar cuánta luz y cuántas sombras hay en mi vida, en mi familia, en mi comunidad, en las organizaciones en las que participo… Como seguidor de Cristo, tengo que ser una luz que ilumine a los que están en tinieblas, sin conocer a la Luz.

No siempre será fácil. En muchos lugares, ser luz implica la posibilidad de perder el prestigio social (defender la vida frente al aborto o la eutanasia, o la fidelidad en el matrimonio entre hombre y mujer, v.gr.), perder el trabajo o, incluso, la vida. Nos lo recuerdan los mártires que cada año mueren, sin ir más lejos, al participar en las celebraciones de Pascua o Navidad en algunos países de Asia o de África. Pero para ellos es mejor morir por Cristo que alejarse de su luz. Que sepamos siempre estar cerca de la Luz. Que no la apartemos de nuestra vida. Que seamos reflejo de esa luz para muchos otros. Aunque nos cueste. Está en juego nuestra vida eterna.

Nuestro hermano en la fe, Alejandro, C.M.F.

fuente del comentario CIUDAD REDONDA
 

viernes, 8 de marzo de 2024

COMPRENDIENDO LA PALABRA

“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón” (Mc 12,30)

Yo, Señor, sé con certeza que te amo, no tengo dudas de ello.

Heriste mi corazón con tu verbo y te amé…

Pero ¿qué es lo que amo cuando te amo?

No es la hermosura corpórea, ni el encanto transitorio,

ni el resplandor de luz agradable a mis ojos de acá abajo,

no las suaves melodías de cantos de variados modos,

no la delicada fragancia de las flores, perfumes o aromas,

no la dulzura del maná o de la miel,

ni el deleite del cuerpo con abrazos de la carne.

Nada de eso es lo que amo, cuando amo a mi Dios.

Sin embargo, amo cierta luz, cierta armonía,

cierta fragancia, cierto manjar y cierto deleite,

cuando amo a mi Dios.

Él es luz, melodía, fragancia, alimento y deleite

del hombre interior en mi.

En él resplandece como una luz que el espacio no atrapa,

y percibe un sonido que el tiempo no arrebata,

siente una fragancia que el viento no dispersa,

y saborea un manjar que al comer no se consume,

En él se cierra un abrazo que la plenitud no abre.

Esto es lo que amo, cuando amo a mi Dios.



San Agustín (354-430)
obispo de Hipona (África del Norte), doctor de la Iglesia
Las Confesiones, X,6 (Lectures chrétiennes pour notre temps, Abbaye d'Orval, 1973), trad. sc©evangelizo.org

RESONAR DE LA PALABRA - Evangelio según San Marcos 12,28b-34


Evangelio según San Marcos 12,28b-34
Un escriba se acercó a Jesús y le preguntó: «¿Cuál es el primero de los mandamientos?».

Jesús respondió: "El primero es: Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor;

y tú amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, con todo tu espíritu y con todas tus fuerzas.

El segundo es: Amarás a tu prójimo como a tí mismo. No hay otro mandamiento más grande que estos".

El escriba le dijo: "Muy bien, Maestro, tienes razón al decir que hay un solo Dios y no hay otro más que él,

y que amarlo con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo, vale más que todos los holocaustos y todos los sacrificios".

Jesús, al ver que había respondido tan acertadamente, le dijo: "Tú no estás lejos del Reino de Dios". Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.


RESONAR DE LA PALABRA

Ayer hablábamos de liberarnos de los prejuicios y hoy llegamos a centrarnos en lo fundamental. Es la pregunta que le hace el escriba a Jesús. Porque en el mundo judío había muchos mandamientos, muchas normas y muchas reglas. Había que tener cuidado para cumplirlas todas en detalle. Pero el mismo escriba entendía que tantas reglas y normas no podían tener todas el mismo nivel. Por eso, le pregunta a Jesús qué es lo más importante, cuál es el mandamiento central y primero.

Jesús le contesta pero va un poco más allá. Porque no se queda sólo en el primero sino que añade el segundo. Y en la respuesta del escriba hay una muy buena nota o añadido que nos ayuda a relativizar cosas que a veces creemos que también son importantes.

Jesús deja claro que el mandamiento más importante es amar a Dios. Él es el centro de todo, el origen de nuestro ser. Todo lo que somos lo hemos recibido de gracia. La vida, el cuerpo, las personas, la fraternidad… todo ha sido fruto del amor creador de Dios. Y la respuesta lógica por nuestra parte es amarle con todo el alma, con toda la mente, con todo lo que somos. Pero Jesús añade un segundo. Prácticamente lo pone al mismo nivel: “amarás a tu prójimo como a ti mismo”.

Nosotros podemos añadir algo a estas palabras de Jesús. Es una pregunta: ¿Cómo podemos decir que amamos a Dios si no amamos al prójimo. Y si no lo amamos de una forma concreta y práctica. En realidad, el amor al hermano, al prójimo, es la prueba y condición de que nuestro amor a Dios es real y no apenas un discurso vacío, una palabra sin sentido n significado. Así que los dos mandamientos están más juntos de lo que parece.

Para terminar atención al añadido que hace el escriba que tiene su importancia. Porque nos recuerda que estos dos mandamientos valen más que todos los holocaustos y sacrificios. Importante tener esto en cuenta en esta Cuaresma. No es un mensaje nuevo. Se ha repetido muchas veces en las lecturas. Conviene tenerlo presente porque a veces nos resulta más fácil hacer sacrificios, rezos y holocaustos que amar de verdad al prójimo necesitado.

Fernando Torres, cmf

 fuente del comentario CIUDAD REDONDA
 

«Yo soy la luz del mundo» Segundo sermón de Cuaresma

Segundo sermón de Cuaresma, 1 de marzo de 2024
«Yo soy la luz del mundo»
Cardenal Raniero Cantalamessa, Ofm. Cap.

En estos sermones de Cuaresma nos hemos propuesto meditar sobre los solemnes “Yo Soy” (Ego eimi) pronunciados por Jesús en el Evangelio de Juan. Sin embargo, surge una pregunta al respecto: ¿Fueron realmente pronunciados por Jesús, o se deben a la reflexión posterior del evangelista, como muchas partes del Cuarto Evangelio? La respuesta que hoy darían prácticamente todos los exégetas a esta pregunta es la segunda. Estoy convencido, sin embargo, de que estas afirmaciones son “de Jesús” y trato de explicar por qué.


Hay una verdad histórica y una verdad que podemos llamar real u ontológica. Tomemos uno de esos “Yo Soy” de Jesús, por ejemplo el que dice: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6). Si a través de algún nuevo descubrimiento improbable se supiera que la frase fue, de hecho e históricamente, pronunciada por el Jesús histórico, esto no es lo que la haría “verdadera”. De hecho, siempre se puede pensar que quien lo pronuncia se engaña a sí mismo. (¡Muchos han creído que eran la luz del mundo, antes y después de él!). Lo que hace la afirmación “verdadera” es el hecho de que – en realidad y por encima de cualquier contingencia histórica – él es el camino, la verdad y la vida.

En este sentido más profundo y más importante, todas y cada una de las afirmaciones que Jesús hace en el Evangelio de Juan son “verdaderas”, incluso aquella en la que dice: “Antes que Abraham existiera, yo soy” (Jn 8,58). La definición clásica de verdad es “correspondencia entre la cosa y la idea que uno tiene de ella” (adaequatio rei et intellectus); la verdad revelada es una correspondencia entre la realidad y la palabra inspirada que la proclama. Las grandes palabras que meditaremos son, por tanto, de Jesús: no del Jesús de la historia, sino de Jesús que – como prometió a los discípulos (Jn 16,12-15) – nos habla con la autoridad del Resucitado, a través de su Espíritu.

De la sinagoga de Cafarnaún en Galilea, pasamos hoy al templo de Jerusalén, en Judea, donde Jesús acudió con motivo de la Fiesta de los Tabernáculos. Aquí tiene lugar el debate con “los judíos”, en el que se inserta la autoproclamación de Jesús que, en esta meditación, queremos recoger:

Yo soy la luz del mundo;
el que me sigue no camina en tinieblas,
sino que tendrá la luz de la vida. (Jn 8,12).

Esta palabra es tan cargada y tan hermosa que los cristianos la eligieron inmediatamente como una de las designaciones favoritas de Cristo. En muchas basílicas antiguas, como en las catedrales de Cefalú y Monreale en Sicilia, en el mosaico del ábside se representa a Jesús como el Pantocrátor, o Señor del universo. Sostiene un libro abierto frente a él y muestra la página donde están escritas esas mismas palabras, en griego y latín: “Egô eimi to phôs tou cosmou – Ego sum lux mundi”.

Para nosotros hoy, Jesús “luz del mundo” se ha convertido en una verdad creída y proclamada, pero hubo un tiempo en el que no era sólo esto; era más bien una experiencia vivida, como nos pasa a veces, cuando, después de un apagón, vuelve de repente la luz, o cuando, por la mañana, al abrir la ventana, te inunda la luz del día. La Primera Carta de Pedro lo define como un paso “de las tinieblas a la luz admirable” (1 P 2, 9; Col 1, 12 ss.). Al recordar el momento de su conversión y bautismo, Tertuliano lo describe con la imagen del niño que emerge del oscuro vientre de su madre y se asusta ante el contacto con el aire y la luz. “Saliendo – escribe – del seno común de la misma ignorancia, temblamos a la luz de la verdad”: ad lucem expavescentes véritatis”[1].

Inmediatamente nos hacemos la pregunta: ¿Qué significa para nosotros, ahora y aquí, esa palabra de Jesús: “Yo soy la luz del mundo”? La expresión “luz del mundo” tiene dos significados fundamentales. El primer significado es que Jesús es la luz del mundo porque él es la revelación suprema y definitiva de Dios a la humanidad. El incipit de la Carta a los Hebreos lo afirma de la manera más clara y solemne:

En muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a los padres por los profetas. En esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha realizado los siglos (Heb 1, 1-2).

La novedad consiste en el hecho único e irrepetible de que el revelador es él mismo la revelación “Yo soy la luz”, no traigo luz al mundo. Los profetas hablaron en tercera persona: “¡Así dice el Señor!”, Jesús habla en primera persona: “¡Yo os digo!”. En 1964 Marshall McLuhan lanzó el famoso eslogan: “El medio es el mensaje”, queriendo decir con ello que el medio por el que se difunde un mensaje condiciona el mensaje mismo. Este dicho se aplica de manera única y trascendente a Cristo. En él el medio de transmisión es verdaderamente el mensaje; ¡El mensajero es él mismo el mensaje!

Éste, decía, es el primer significado de la expresión “luz del mundo”. El segundo significado es que Jesús es la luz del mundo en el sentido de que ilumina al mundo, es decir, revela el mundo a sí mismo; muestra cada cosa en su verdad, tal como es ante Dios. Reflexionemos sobre cada uno de los dos significados, partiendo del primero, es decir, de Jesús como suprema revelación de la verdad de Dios.

Razón y fe
Desde este punto de vista, la luz que es Cristo siempre ha tenido un feroz competidor: la razón humana. Hablamos del asunto no con intención polémica o apologética, es decir, para saber qué responder a los adversarios de la fe (fallaría en mi propósito inicial), sino para confirmarnos en la fe.

Los debates sobre la fe y la razón –sería más exacto decir sobre la razón y la revelación– están afectados, en mi opinión, por una disimetría radical. El creyente comparte la razón con el ateo; el ateo no comparte la fe en la revelación con el creyente. El creyente habla el idioma del interlocutor ateo; este no habla el idioma de su homólogo creyente.

Precisamente por eso, el debate más convincente sobre el tema “fe y razón” es el que se produce dentro de una misma persona, entre su fe y su razón. Tenemos ejemplos famosos de esto en la historia del pensamiento humano, en hombres en los que no se puede dudar de una pasión idéntica por la fe y por la razón: Agustín de Hipona, Tomás de Aquino, Blaise Pascal, Søren Kierkegaard, John Newman, a los que podríamos añadir , con toda razón, Juan Pablo II, Benedicto XVI… La conclusión a la que llegó cada uno de ellos es que el acto supremo de la razón es reconocer que hay algo que la supera. Este es también el acto que más honra a la razón porque indica su capacidad de trascenderse a sí misma. La fe no se opone a la razón, sino que la presupone, exactamente como “la gracia presupone la naturaleza”[2].

Hay también otro malentendido que aclarar respecto del diálogo entre fe y razón. La crítica básica dirigida al creyente es que no puede ser objetivo, ya que su fe le impone, desde el principio, la conclusión a alcanzar y, por tanto, constituye una pre-comprensión y un prejuicio. No se tiene en cuenta que el mismo “prejuicio” actúa, en sentido contrario, también en el científico o filósofo no creyente, y de forma mucho más radical. Si se da por pacífico que Dios no existe, que lo sobrenatural no existe y que los milagros no son posibles, su conclusión sólo puede ser una, y ya dada desde el principio.

He aquí un ejemplo entre muchos. Basándose en su visión de la realidad, ¿podría Freud admitir que el “amor universal” de Francisco de Asís tenía un componente sobrenatural, llamado gracia? Ciertamente no, y de hecho él lo convierte en una “derivación del amor genital”. Francisco de Asís, escribe, “es quien más ha llegado a utilizar el amor en beneficio de su sentimiento interior de felicidad” [3]. Es decir, amaba a Dios, a los hombres, a toda la creación y de manera muy especial a Jesús Crucificado, porque esto le gratificaba, ¡le hacía sentir bien!

El hombre moderno, en lugar de la verdad, pone la búsqueda de la verdad como valor supremo. Lessing escribió: “Si Dios tuviera en su mano derecha toda la verdad y en su mano izquierda sólo la aspiración siempre viva a la verdad, incluso bajo la condición de estar eternamente en el error, y me dijera: ‘¡Elige!’, yo me inclinaría humildemente hacia la izquierda diciendo: ‘¡Esto, Padre! La verdad pura te pertenece sólo a ti.”[4]

La razón de esto es simple. Mientras estamos en la fase de investigación, es él, el hombre, quien dirige el juego, el protagonista, mientras que en presencia de la Verdad reconocida como tal, ya no tiene ninguna posibilidad y debe brindar “la obediencia” de la fe”. La fe plantea lo Absoluto, mientras que la razón quisiera continuar la discusión indefinidamente. Como la bella Sherazade de Las mil y una noches, la razón humana siempre tiene una nueva historia que contar para retrasar su rendición.

Sólo hay dos posibles soluciones a la tensión entre fe y razón: o reducir la fe “dentro de los límites de la razón pura”, como propuso el filósofo Kant, o romper los límites de la razón pura para espaciar en un horizonte ilimitado. Un poco como el Ulises de Dante que, habiendo llegado a las columnas de Hércules, luego considerado entonces el límite de la tierra, decide no detenerse, sino hacer, “de los remos, alas para un loco vuelo”[5].

Debo, sin embargo, ser coherente con la premisa expuesta al principio. La discusión sobre fe y razón, antes de ser un debate entre “nosotros y ellos”, entre creyentes y no creyentes, debe ser un debate “entre nosotros y nosotros”, es decir, entre los propios creyentes. De hecho, el peor tipo de racionalismo no es el externo, sino el interno. San Pablo escribió a los Corintios:

También yo me presenté a vosotros débil y temblando de miedo; mi palabra y mi predicación no fue con persuasiva sabiduría humana, sino en la manifestación y el poder del Espíritu, para que vuestra fe no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios. (1Cor 2,4-5).

Y en otro lugar:
Las armas de nuestro combate no son carnales; es Dios quien les da la capacidad para derribar torreones; deshacemos sofismas y cualquier baluarte que se alce contra el conocimiento de Dios y reducimos los entendimientos a cautiverio para que se sometan a la obediencia de Cristo (2Cor 10, 4-5).

Desafortunadamente, lo que el Apóstol temía ha sucedido muchas veces. La teología, especialmente en Occidente, se ha alejado cada vez más del poder del Espíritu para aprovechar la sabiduría humana. El racionalismo moderno exigía que el cristianismo presentara su mensaje de manera dialéctica, es decir, sometiéndolo completamente a la investigación y a la discusión, para que pudiera encajar en el marco general -también filosóficamente aceptable- de un esfuerzo común y siempre provisional de auto-comprensión del hombre y del universo. Sin embargo, al hacerlo, el anuncio de la salvación sobre Cristo muerto y resucitado quedó subordinado a una instancia diferente y supuestamente superior. Ya no era un kerigma, sino sólo una hipótesis.

El peligro inherente a esta forma de hacer teología es que Dios sea objetivado. Se convierte en un objeto del que hablamos, no en un sujeto con quien (o en cuya presencia) hablamos. Un “él” –o, peor aún, un eso-, nunca un “tú”. Es el contragolpe de haber hecho de la teología una “ciencia”. El primer deber de quien hace ciencia es ser neutral frente al objeto de su investigación; pero ¿se puede ser neutral cuando se trata de Dios? Este fue el motivo principal que me llevó, en cierto momento de mi vida, a abandonar la enseñanza académica de la teología, para dedicarme de tiempo completo a la predicación. La consecuencia de esa manera de hacer teología, de hecho, es que se convierte cada vez más en un diálogo con la élite académica del momento, y cada vez menos en un alimento para la fe del pueblo de Dios.

De esta situación sólo se puede salir acompañando el estudio con la oración, hablando con Dios, no hablando siempre y sólo de Dios. San Agustín alcanzó su teología más duradera, hablando con Dios en las Confesiones. “Si eres teólogo, orarás de verdad y si oras de verdad, serás teólogo”, dijo un antiguo Padre del Desierto [6]. También ayuda la contemplación y la imitación de la Madre de Dios, quien en su vida terrena no tuvo nada que ver con ideas abstractas sobre Dios y su hijo Jesús, más solo con su viviente realidad.

La fe y el mundo
He mencionado anteriormente un segundo significado de la expresión “luz del mundo”, y es a él al que quisiera dedicar la última parte de mi reflexión, también porque es el que nos concierne más de cerca. Se trata, decía, del sentido instrumental, por así decirlo, en el que Jesús es la luz del mundo: es decir, en cuanto ilumina todas las cosas; hace, para con el mundo, lo que el sol hace para con la tierra. El sol no se ilumina a sí mismo, sino que ilumina todas las cosas de la tierra y hace que todo se vea distintamente.

También en este segundo sentido, Jesús y su Evangelio tienen un competidor que es el más peligroso de todos, siendo un competidor interno, un enemigo en casa. La expresión “luz del mundo” cambia completamente de significado dependiendo de si la expresión “del mundo” se toma como genitivo objetivo, o como genitivo subjetivo; dependiendo, es decir, de si el mundo es el objeto iluminado, o más bien el sujeto que ilumina. En este segundo caso, no es el Evangelio, sino el mundo el que nos hace ver todas las cosas con su propia luz. El evangelista Juan exhortaba a sus discípulos con estas palabras:

No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, no está en él el amor del Padre. Porque lo que hay en el mundo —la concupiscencia de la carne, y la concupiscencia de los ojos, y la arrogancia del dinero—, eso no procede del Padre, sino que procede del mundo (1Jn 2, 15-16).

El peligro de conformarse a este mundo –la mundanidad– es el equivalente, en el ámbito religioso y espiritual, de lo que, en el ámbito social, llamamos secularización. Nadie (y menos de todos yo) puede decir que este peligro no se cierne también sobre él o ella. Un dicho atribuido a Jesús en un antiguo escrito no canónico dice: “Si no ayunáis del mundo, no descubriréis el reino de Dios” [7]. He aquí el ayuno más necesario de todos hoy: ¡el ayuno del mundo, nesteuein tô kosmô, según el dicho mencionado!

El mundo del que hablamos y al que no debemos conformarnos no es el mundo creado y amado por Dios, no son los hombres del mundo con quienes, de hecho, debemos encontrarnos siempre, especialmente los pobres, los últimos, los que sufren. “Mezclarse” con este mundo de sufrimiento y marginación es, paradójicamente, la mejor manera de “separarse” del mundo, porque significa ir allí, donde el mundo huye con todas sus fuerzas. Significa separarse del principio mismo que gobierna el mundo, que es el egoísmo.

Antes de las obras, el cambio debe producirse en la forma de pensar. San Pablo exhortaba a los cristianos de Roma con las palabras:

No os amoldéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto (Rom 12,2).

Hay muchas causas en el origen de la mundanidad, pero la principal es la crisis de fe. La fe es el principal campo de batalla entre el cristiano y el mundo. Es por la fe que el cristiano ya no es “del” mundo. Entendido en sentido moral, “mundo” es todo lo que se opone a la fe. “Ésta es la victoria que ha vencido al mundo”, escribe Juan en la Primera Carta, “nuestra fe” (1 Juan 5,4). En la Carta a los Efesios hay, a este respecto, una palabra en la que vale la pena detenerse un poco. Él dice:

También vosotros un tiempo estabais muertos por vuestras culpas y pecados, cuando seguíais el proceder de este mundo, según el príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora actúa en los rebeldes contra Dio (Eph 2, 1-2).

El exégeta Heinrich Schlier hizo un penetrante análisis de este “espíritu del mundo” considerado por Pablo como antagonista directo del “Espíritu de Dios” (1 Cor 2, 12). La opinión pública juega en ello un papel decisivo. Hoy podemos llamarlo, en sentido literal, “el espíritu que está en el aire”, porque se propaga sobre todo por el aire, a través de medios de comunicación virtuales.

Se determina – escribe Schlier – un espíritu de gran intensidad histórica, del que el individuo difícilmente puede escapar. Nos atenemos al espíritu general, lo consideramos obvio. Actuar o pensar o decir algo en contra se considera un sinsentido o incluso una injusticia o un delito. Entonces ya no nos atrevemos a afrontar las cosas y las situaciones, y sobre todo la vida, de una forma diferente a como ese espíritu nos las presenta… Su característica es interpretar el mundo y la existencia humana a su manera [8].

Esto es lo que llamamos “adaptación al espíritu de los tiempos”. La moraleja del “Così fan tutte” de Mozart. Hoy tenemos una nueva imagen para describir la acción corrosiva del espíritu del mundo, el virus informático. Por lo poco que sé, el virus es un programa de diseño malicioso que penetra en el ordenador por las vías más insospechadas (intercambio de correos electrónicos, páginas web…), y una vez dentro confunde o bloquea el funcionamiento normal, alterando el llamado “sistema operativo”.

El espíritu del mundo actúa de manera similar. Nos penetra por mil canales, como el aire que respiramos, y una vez dentro, cambia nuestros modelos de funcionamiento: sustituye el modelo “Cristo” por el modelo “mundo”. El mundo también tiene su “trinidad”, sus tres dioses o ídolos a los que adorar: el placer, el poder y el dinero. Todos deploramos los desastres que crean en la sociedad, pero ¿estamos seguros de que, a nuestra pequeña escala, somos completamente inmunes a ellos?

Nuestro mayor consuelo, en esta lucha con el mundo que está fuera de nosotros y el que está dentro de nosotros, es saber que Cristo, una vez resucitado, continúa orando al Padre por nosotros con las palabras con las que se despidió de sus Apóstoles:

No ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del maligno. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo…. Como tú me enviaste al mundo, así yo los envío también al mundo… No solo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos (Jn 17, 15-20).

Y nosotros decimos de todo corazón: ¡Amén!

Cardenal Raniero Cantalamessa OFM Cap.

1.Tertulliano, Apologeticum, 39, 9.
2.Tommaso d’Aquino, S.Th. I, q.2, a.2, ad 1.
3.Sigmund Freud, Il disagio della civiltà, IV.
4.Gotthold Lessing, Eine Duplik, I, in Werke 3, Zürich 1974, p.149.
5.Dante Alighieri, Inferno, XXVI, 125
6.Evagrio Pontico, De oratione, 60 (PG 79, 1180).
7.Cf. Clemente Al., Stromati, 111, 15; A. Resch, Agrapha, 48 (TU, 30, 1906, p. 68).
8.H. Schlier, Demoni e spiriti maligni nel Nuovo Testamento, in Riflessioni sul Nuovo Testamento, Paideia, Brescia 1976, pp. 194 s. (Ed. originale in “Geist und Leben 31 (1958), pp. 173-183.